domingo, julio 01, 2007

Otro cuentecillo más de época de exámenes. Está por revisar en condiciones, pero ahí lo dejo...


Los escasos rayos de sol que lograban filtrarse a través de las raídas cortinas apenas llegaban a dibujar el contorno de la pequeña habitación, sólo la pálida luz anaranjada de un viejo fluorescente dejaba adivinar brevemente, con cada parpadeo, el contenido del cuartucho: un pequeño catre gris. Sobre él una persona inmóvil que contemplaba con secreto placer cada estertor agonizante de la maltrecha lámpara, anhelando pacientemente poder vislumbrar el momento en el que finalmente acabaría su corta existencia, terminando con los espasmos eléctricos a los que hace tanto se había acostumbrado.
Si bien era cierto que disfrutaba con la lenta agonía de un objeto al que, en su locura, había llegado a considerar un compañero, lo que John realmente veía era cómo una parte de él se iba extinguiendo paulatinamente.
Con cada nuevo parpadeo y su zumbido convertido en estertor, iba sintiendo pequeñas trazas de su lucidez casi olvidada que intentaban ganar el control de su mente sin conseguirlo, perdiendo en cada nuevo intento una pequeña parte de su ya de por sí escaso aliento; intentando una y otra vez tomar el mando y convertirle en lo que una vez fue, pero alejándose cada vez más de poder conseguirlo.
John disfrutaba. Disfrutaba con su impotencia. Escrutaba en su interior y veia cómo iba hundiéndose cada vez más en un abismo oscuro; y sonreía.
Sentía el mismo placer de un niño que juega con una pequeña hormiga, dejándola acercarse al hormiguero con su preciado cargamento hasta que una vez cerca la empujaba lejos rompiendo toda esperanza, simplemente para poder regocijarse sádicamente de la futilidad de cada nuevo intento. Y así una y otra vez. Hasta que, inevitablemente, la paciencia y la curiosidad del chico se acababan y, como era de esperar, la aplastaba lentamente con la punta del dedo pulgar.
John era ese niño, y sus últimos atisbos de cordura la pequeña hormiga insistente y paciente que siempre volvía a empezar su camino, renovando una y otra vez las frustadas esperanzas.
La parte más maltratada de su cerebro deliraba placenteramente con su propia degeneración.Hinchando el pecho orgulloso con cada pérdida de una pequeña parte de su ser más íntimo.
La sonrisa expandiéndose hasta convertirse en una mueca desencajada. Los ojos fijos en la luz.
Hasta que finalmente el fino tubo de extremos corruptos, con un ronco zumbido intenta prolongar su existencia desesperadamente, sin conseguirlo, desfalleciendo, y finalmente, expirando.

Los escasos rayos de sol que logran filtrarse a través de loas raídas cortinas apenas llegan a dibujar el contorno de la pequeña habitación, únicamente una carcajada, histérica, espontánea y breve, llena la totalidad del espacio durante un único instante.

lunes, enero 16, 2006

Éste es un cuentecillo un poco más reciente. Lo escribí en plena época de examenes creo que por estas fechas del curso pasado. Me vino de repente una idea a la cabeza, así que aparté los apuntes y me puse a ello. Bueno, esto es lo único que conseguí que me saliera de esta cabecita inútil que tengo:


Ahora cuando vuelvo la vista atrás todavía recuerdo el momento en el que te conocí.
No estaba en una de mis mejores épocas, supongo que había nacido predispuesto a sufrir depresiones o quizá es que me estaba volviendo loco por algún tipo de demencia extraña que iba ganándome terreno poco a poco. El caso es que yo me hallaba sumido en la depresión más profunda de todas las que había tenido, y créeme, fueron muchas. Continué con mis tratamientos, pero cada vez que tomaba una píldora, ésta me producía el efecto contrario, caía aún más profundo en el mar de mi olvido personal.
Pronto me echaron del trabajo. La verdad es que no me importó demasiado, estaba demasiado ocupado auto compadeciéndome y sólo me proporcionó un argumento más en mis interminables monólogos internos.
Me aislé del mundo completamente. Mi psiquiatra estaba muy preocupado y me hacía visitarle todos los días, decía que era bueno que saliera de mi estancamiento de vez en cuando. Creo que estaba pensando en internarme.
No se cuanto tiempo estuve así, y sinceramente tampoco me importa. Lo único que tengo claro es que un día sentí un rallo de luz en mi vida, una pequeña esperanza, casi me gustaría llamarlo una llamada del destino. Y yo, con una rapidez que no demostraba en mucho tiempo, descolgué.
Salí a la calle y me puse a andar. No se cuanto tiempo estuve andando ni hasta donde llegué, sólo que hubo un momento en que mi atormentada mente me dijo que ya había llegado.
Miré a mi alrededor con detenimiento, estaba en un parquecito bastante tranquilo. El suelo estaba cubierto de una tupida alfombra de hojas que crujían con cada paso y entre las copas de los árboles se filtraban rayos de luz que jugueteaban con las hojas rojizas, amarillas y naranjas produciendo extraños y bellísimos efectos luminosos.
Estuve así un buen rato, sentado en un banco mirando como la luz danzaba de una hoja a otra y luego a otra más, hasta que de repente un débil saludo a mis espaldas me sorprendió. No te había oído llegar.
Me giré y ahí estabas, mirándome tímidamente con esos ojitos tuyos tan verdes y jugueteando nerviosamente con tu precioso pelo negro. Te lancé una sonrisa y tú me la devolviste, y con ella toda la felicidad que había perdido. Nos dimos la mano y, sin dejar de sonreírnos, caminamos hasta mi casa. No desperdiciamos una palabra en todo el camino, total, ¿para qué? Me hablabas con la mirada y yo te respondía igual.
Te conté mi vida, y mis sueños, y mis esperanzas. Te conté todo lo que había esperado de la vida y cómo ella me había traicionado. Te conté cómo me habías arrastrado fuera de la oscuridad. Te di las gracias mil veces y te las volví a dar. Y pude leer una profunda comprensión. Y entonces tu compartiste tus sueños conmigo, y tuve la certeza de que éramos iguales.
Por fin llegamos, la casa estaba desordenada pero a ti no te importaba. Nos sentamos juntos en el sofá y seguimos conversando de esa forma tan especial durante tanto tiempo que no fui capaz de llevar la cuenta.
Finalmente nos fundimos en un abrazo y nos dormimos.

Cuando desperté ya no estabas busqué alrededor enloquecido pero no te veía. Sentí fugazmente tu presencia y me tranquilicé. Entonces me di cuenta de que no estaba en mi casa, sino que estaba tumbado mirando un techo que no me resultaba nada familiar. Quise incorporarme pero no pude, unas extrañas correas me mantenían bien atado.
Grité desesperado y por fin alguien apareció. Era mi psiquiatra con cara de preocupación. Me contó cómo me habían encontrado en mi casa. Estaba echado en el sofá medio muerto de hambre y sed y semiinconsciente. Fueron a buscarme porque falte tres días a mi cita con el psiquiatra. Dijo que me ataron porque pensaban que podía haber sido un intento de suicidio. Me reí. Ja. Lo que él no sabía es que ahora si tenía una razón para vivir, te tenía a ti.
Le pregunté dónde estabas cuando llegaron y me dijo que estaba sólo y comenzó a hacerme muchas preguntas. Le hablé de ti.
Empezaron a decir que estaba loco, no con esas palabras pero con el mismo desprecio. Decían que tú no existías, que eras una invención que mi cerebro había creado por alguna razón. Eso si que me hizo reír. Suena irónico, para ellos yo estaba igual de loco que ellos lo estaban para mí.
Pronto empezaron a administrarme nuevos tratamientos. Al principio no noté nada, pero un día me di cuenta de que cada vez te sentía menos, hasta que finalmente un día desapareciste del todo. Ese día me asusté al principio y me entristecí después. Cuando me di cuenta de lo que habían hecho me enfurecí y arremetí con todo. Me comporté como ellos querían, como un loco.
En la soledad de mi habitación, atado a mi cama como castigo, fue cuando realmente me di cuenta. Volvía a estar sólo. Me entristecí aún más y volví a caer en las garras de la depresión. Esta vez fue peor, ahora lloraba por mí, pero sobre todo, por encima de todo, lloraba por ti.

Han pasado tres años y por fin estoy fuera.
Lo primero que hice fue ir al parque y llorar. Lloré por ti, lloré por tu muerte, y lloré por el funeral que nunca habías recibido y que ahora te ofrecía.
Después escribo esta carta. Pero no te preocupes, ésta carta no es para ti, es para aquellos que te mataron. Para que comprendan.
Ahora corro a tu encuentro.
Cuentecillo que escribí hace algún tiempo y que me gustaría intentar continuar más adelante, es un poco fantasioso, pero bueno, aquí va.

Le gustaba ese bosque, siempre le había gustado, le gustaba desde que podía recordar. Pero lo que mas le gustaba era tumbarse sobre esa tupida alfombra de hojas, recién caídas y aún húmedas por la ligera niebla que flotaba en el ambiente a comienzos de otoño. En pocos momentos se encontraba tan cómoda como en esos instantes, pues, en definitiva, ese bosque era su escondite y su santuario.
Desde pequeña, Iris se había refugiado en las profundidades del bosque protegida por la presencia atenta de los árboles.
Lo que siempre le había gustado hacer era leer, su gran pasión, y en ese lugar sentía que todo lo que leía adquiría un matiz mágico, distinto al que tenía en cualquier otro lugar; y siempre que lo hacía le gustaba compartir sus historias, así que siempre las leía en voz alta para que cualquier oído curioso pudiera escucharlas.
Leía historias de gnomos y duendes, de príncipes, princesas y malvadas brujas, de hadas, unicornios y demás seres increíbles, en los que, aún teniendo 19 años, Iris continuaba creyendo y los guardaba preciadamente en su memoria.
Terminados los relatos, Iris se recostaba sobre las hojas, apoyaba su cabeza en la raíz de algún árbol cercano hasta encontrar una posición cómoda, y cuando se sentía completamente relajada, cerraba los ojos y escuchaba. Le gustaba escuchar el sonido del bosque: el viento silbando entre las ramas de los árboles, el trino de los pájaros y el crujir de las hojas.
A veces, en esos días en que el bosque permanecía más silencioso que de costumbre, Iris creía percibir el sonido de los gnomos trabajando en las profundidades de la tierra, desmenuzando rocas con sus pequeños picos casi de juguete, y en ocasiones, hasta le parecía escuchar el gritito de júbilo que alguno de ellos soltaban cuando encontraba una de esas ansiadas y preciadas joyas.
También le gustaba imaginar que mientras ella permanecía así en silencio, las criaturas mágicas del bosque, que siempre permanecían escondidas, se acercaban silenciosa e imperceptiblemente, para poder ver mejor a la jovencita que siempre les deleitaba con sus historias. Ella los sentía acercarse, pero cuando los notaba justo a su lado, abría rápidamente los párpados y miraba curiosamente alrededor con una chispa de esperanza en sus brillantes ojos verdes, sólo para comprobar que el lugar estaba tan desierto como antes, -Y como siempre había estado- pensaba con desilusión.
Otras veces, cuando cerraba los ojos y se sumergía en el sopor de la imaginación, oía el crujido de algo pisando las hojas con suavidad, y entonces veía el corcel blanco culpable de esos sonidos. Montada sobre el caballo, llegaba a distinguir una figura de aspecto noble, vestida con ropas sencillas y elegantes, que se acercaba a ella y le tendía la mano para ayudarla a subir a su montura y llevársela de allí, para llevársela al lugar al que pertenecía, al lugar que no debería haber abandonado jamás.
Pero cuando Iris estiraba su brazo y cerraba su mano alrededor de la de él, se encontraba asiendo únicamente el aire, y sólo cuando abría los ojos se convencía de que allí no había nadie, que sólo había sido una ilusión, entonces era cuando se daba cuenta de que la culpable de la sombra que había oscurecido sus párpados cerrados había sido una pequeña nube que se había interpuesto en el camino de la luz del sol que se filtraba entre los árboles.
Y permanecía allí varias horas, siempre de sueño en sueño, y de decepción en decepción. Siempre que presentía que había algo más, su mente terminaba convenciéndola de que era sólo su imaginación.
Finalmente, llegaba el momento en que debía abandonar los rincones mágicos del bosque para recorrer el tramo que la separaba del mundo normal y corriente. Para su gusto demasiado normal y demasiado corriente.
Iris se levantó abandonando la capa de hojas que le había servido de colchón durante esos momentos y abandonó el lugar. Debía darse prisa, siempre se le hacía tarde para la cena.


Cuando desapareció de la vista, la quietud del lugar se volvió un bullicio de formas que se confundían con la naturaleza y que se movían con rapidez.
Un pequeño duende salió de debajo de una hoja y se apresuró a cubrir con varios saltitos la distancia que le separaba de la raíz donde había estado la cabeza de la joven. A su encuentro voló una pequeña hoja, que resultó ser una pequeña hada hábilmente camuflada. Se sentaron juntos en la raíz.

-Me da pena,- dijo el duende- creo que deberíamos mostrarnos a ella. Seguro que nos comprendería.
-Estoy convencida de ello,- replico el hada- pero ya sabes que tenemos prohibido hacerlo. No hasta que llegue el momento adecuado…